domingo, 26 de septiembre de 2010

Cronicas Japonesas VIII


Nuestra góndola comienza a descender el inmenso arco que conforma la noria, roja, enorme a nuestros ojos, al mismo tiempo que el sol se oculta entre los edificios, que se tornan también de un color rojizo. Miro hacia abajo y veo la telaraña de vías de tren que se unen en la estación de Osaka. Buena metáfora de la cantidad de caminos con los que me he topado en este país, a la vez que del fin de este viaje. El saxofón de John Coltrane pone la guinda a esta tarde que nunca olvidare; aquí han pensado en todo y dentro de cada góndola han puesto unos altavoces para que se pueda enchufar el iPod.
Mirando atrás me doy cuenta de lo fácil que es en este país pasar de un extremo a otro,  recorriendo la paleta de colores que conforma la cultura nipona. Con una facilidad pasmosa se puede estar un día en Nara celebrando su 1300 aniversario y, nunca mejor dicho, salir disparado con un tren bala hacia la modernidad de Tokyo. Y de la misma manera el día anterior pude experimentar el sentir religioso de una pequeña familia nipona. Mi anfitrión y su mujer me invitaron a acompañarles en su peregrinación a algunos de los muchos templos budistas que hay en la isla de Shikoku.
Me pregunto que se le pasaría por la cabeza al primer peregrino que se decidió a hacer el camino de Santiago; o al primer musulmán que se decidió a cruzar el desierto para cumplir con el precepto de viajar a La Meca. Me pregunto todo eso mientras me pregunto que puede impulsar a una persona a dedicar 50 años de su vida a recorrer las sendas marcadas por Kobo Daishi, un monje budista que allá por el siglo octavo se fue a China donde aprendió el budismo esotérico y cuando volvió a Japon, entre sus muchos logros se encuentra el ser el origen de la peregrinación por los 88 templos que conforman esta ruta que cada año recorren miles de personas. Y es que 50 son los años que un amable señor lleva recorriendo la ruta, y no duda en contárselo a todo aquel que quiera escuchar. Cada peregrino lleva consigo un libro primorosamente decorado con las imágenes de los 88 templos, al lado de las cuales se estampan los sellos correspondientes y se firma para dar fe de que has estado allí. Y este buen señor tiene las hojas de su libro absolutamente negras por la tinta de las firmas y rojas por  la de los sellos.
Desde luego para mí ya es un duro día recorrer los 700 kilómetros que son necesarios para ver simplemente los 4 templos que hemos visitado, desde Okayama hasta la parte más alejada de Shikoku. Y en este viaje te puedes dar cuenta de hasta qué punto la geografía de este país es complicada.
Salimos a las 6 de la mañana y tres horas y 46 túneles después llegamos al primero de los templos del día, el de Iwamoto. Un viaje largo y lleno de curvas, poco poético, la verdad. Esta familia hace la ruta por fines de semana y ya van por el numero 37. Al principio la ruta es bastante fácil porque los templos están tan cerca unos de otros que puedes visitar hasta 10 en un día, pero ahora estamos en la parte divertida y durante todo el día solo podemos visitar 4, claro que yendo en coche, porque por el camino nos encontramos a los peregrinos típicos, vestidos de blanco, con el sombrero estilo chino, de paja y con forma de cono, la vara, y unas campanillas que hacen sonar continuamente; y estos podrán visitar en esta parte del viaje quizá un templo cada dos días como mucho. Se me escapa por completo el significado de la vestimenta.
El proceso es bastante claro: llegas al templo y a la entrada te encuentras con una fuente en la que tienes que lavarte las manos, con la derecha te lavas la izquierda y viceversa, por último la boca escupiendo el agua después. Hay que entrar limpio en el templo. Te diriges al templo principal y recitas las plegarias y después te diriges a otra parte del templo y recitas mas plegarias. Desde luego esta descripción surge de la total ignorancia del funcionamiento de los rituales budistas  seguro que suena ridículamente simple, pero está claro que un turista no raspa mucho mas allá de la superficie de lo que ve. Pregunto a mis anfitriones el por qué de algunos detalles pero me doy cuenta que les pregunto cosas que ellos no se cuestionan normalmente porque lo hacen mecánicamente, y les cuesta explicármelo así que decido mantenerme en mi situación de turista y les evito pasar un mal trago.
A los templos no paran de entrar peregrinos, ya sea solos o en grupo y sus plegarias son silenciosas o pueden convertirse en canticos. No puedo evitar grabar a un grupo de unos 10 peregrinos entonando los versos.




En el templo de Kangoofukuji nos encontramos en la parte más meridional de la isla, y el mar rompe contra los acantilados mientras unos pescadores retan a la marea pescando en pequeñas rocas que sobresalen en el embravecido mar. Están solos contra el Pacifico, pescando todo el día y esperando al bote que, quizás a buena hora, irá a recogerlos.
Después de llegar a este templo por una carretera llena de curvas decidimos tomar otra ruta para volver, por una carretera que parece menos peligrosa. Ciertamente el GPS sabía lo que hacía cuando eligió la primera ruta porque esta segunda es una carretera de lo más peligrosa, llena de curvas que siguen la forma de la costa, un acantilado que acaba en un mar de rocas. No caben 2 coches así que en los recodos hay espejos para ver al que viene y esperar. Sin embargo aun siendo más peligrosa esta ruta resulta ser algo más corta y bastante más placentera ya que nos obsequia con unas vistas espectaculares del océano Pacifico. Hemos elegido bien y llegamos al pueblo contentos y con hambre, algo ideal para disfrutar de una comida de pescado local. Un placer.
Para dirigirnos al siguiente templo decidimos arriesgarnos con otra carretera de montaña y de nuevo acertamos. Llegamos al tercero con el tiempo suficiente de visitar un cuarto templo, que de nuevo no decepciona. Son las 5 de la tarde y no tenemos tiempo de más. Hemos recorrido buena parte del sur de la isla de Shikoku y ya toca regresar. En el viaje de vuelta no hablamos mucho, tenemos más ganas de dormir.    – Supongo que para vosotros todos los templos son iguales, pero para nosotros cada uno es diferente –, me comenta a través del retrovisor. Me sorprende el comentario y se lo digo, ya que para mi cada templo ha sido completamente diferente. Soy consciente de que no soy capaz de arañar siquiera la superficie de las costumbres, sacras o profanas, de una sociedad tan distinta, pero algo de ese detalle no se me escapa y cada vez que entro a un templo puedo notar como el ambiente es diferente, como los budas son tratados de distinta manera, como aparecen nuevas personificaciones del Buda en rincones especiales del templo. Los jardines están plagados de figuritas, las paredes pueden contener imágenes de Buda o simplemente frases esculpidas, el toque de la campana puede significar algo distinto en cada templo. La arquitectura de los templos se me antoja como un mantra en el que cada edificio está colocado de una manera por una razón, donde el agua fluye de la montaña hacia el interior para lavar la suciedad del mundo y donde los arboles, los pájaros o los insectos se convierten en parte de la arquitectura del lugar. Algunos templos logran más ese efecto integrador, otros en cambio, se acercan más a la artificialidad de la arquitectura humana; pero todos tratan de una manera u otra de integrarse con el mundo e intentan actuar de transmisores, catalizadores o amplificadores, haciendo resonar cada plegaria a través de la madera, la piedra y el bronce, de la misma manera que las catedrales son amplificadores de piedra que con su forma de cruz nos traen a la tierra la divinidad y nos hacer rogar en y hacia ella en un espacio que la representa.
Cuando se acerca la noche nos acercamos a la parte norte de la isla y nos disponemos a cruzar por segunda vez en el día el puente de Seto, el más largo del mundo, con 13 Km. La verdad es que es una serie de puentes apoyados en varias islas y en una de ellas nos paramos a descansar un rato, buena decisión ya que mirando al Oeste pudimos disfrutar de la mejor puesta de sol que nunca he visto. – Un día redondo–  me dice mi anfitrión, – 4 templos y una puesta de sol–.
Cuando salimos de la noria ya casi es de noche y comienzo a hacer balance de este gran último fin de semana. Mientras recorremos las calles de Osaka, llenas de gente, de taxis y de tiendas, las plegarias de los peregrinos aun resuenan en mi cabeza. Los sonidos de la ciudad enmudecen, y mientras me dirijo a hotel me acuerdo de aquellos pescadores que retaban al Pacifico con sus cañas de pescar, solos en la inmensidad, a merced de las olas y del viento. Supongo que esa sensación no debe ser muy diferente a estar en medio de las calles de Tokyo o de Osaka aunque quizá el mar es más benévolo que la marea humana.
Mientras despega el avión del aeropuerto de Kansai me doy cuenta de que las mejores cosas del viaje no son las que llevo en la maleta. Esas solo te las puedes llevar en la memoria

martes, 14 de septiembre de 2010

Cronicas Japonesas VII


Las tradiciones y costumbres a veces provocan extrañas e incluso aterradoras situaciones. Fuera del glamour de los hoteles capsula que vemos en las sensacionalistas noticias de algunos informativos españoles esto es más bien un hotel “nicho”, si, nicho, pues realmente son nichos, como los que usamos en España para enterrar a nuestros muertos. Y cuando uno abre los ojos y se da cuenta de donde está, un escalofrío recorre la espalda. De todas formas, todo hay que decirlo, este nicho es cómodo y, como no podía ser de otro modo, escandalosamente barato para tratarse de Tokyo. Por unos 2200 yenes, al cambio unos 20 euros, puede usted sentirse como sus antepasados en su descanso eterno, al menos por una noche. A cambio de eso el hotel está en una zona no demasiado céntrica pero cerca del barrio de Asakusa, cuna de una de las imágenes más típicas del más típico Tokyo: la enorme linterna roja en la puerta que da paso al templo budista, aunque en este caso primero te dan paso a una calle llena de tiendas. El templo después si queda tiempo.
Me comenta Masa-san que hace unos días hubo un festival en al barrio con fuegos artificiales; Hanabi en Japones, me gusta esa palabra que literalmente significa “flor de fuego”. Ahora hay un ambiente de resaca, quizás porque es Sabado, o quizás por el calor, y mientras perdemos 100 Yens apostando a las carreras de caballos en la tercera de Nakayama puedo ver las caras de la gente que se agolpa en la casa de apuestas. – toda esta gente no trabaja–, me dice Masa-san, y es que la crisis también ha pegado fuerte en Japón. Las salas de Pachinko están medio vacías, pero las casas de apuestas están a reventar. Nos vamos con la música a otra parte mientras a nuestra espalda se oyen voces animando al caballo perdedor.
Poco a poco me siento como Dante bajando a los infiernos, y mi guía me arrastra cada vez más a las profundidades de la masa humana que conforma esta urbe inmensa, infinita, a esa maquinaria implacable que nunca se detiene. Como te pares un momento te arrastra. En las puertas de nuestro viaje, la parte cándida de la maquina: el barrio de Akihabara. Masas de jóvenes con dinero fresco y cientos de tiendas donde te puedes encontrar  los más extraños artefactos del ocio actual, desde cartas de Magic descatalogadas a maquetas de Zero a escala, pasando por muñecas a tamaño casi real para satisfacer las fantasías eróticas de la juventud tokiota, mangas hentai debidamente censurados por algún burócrata de las altas esferas, muñecos de Ultraman, llaveros de Doraemon, Evangelion, FMA, series de los 70, héroes modernos fabricados en plástico de dudosa calidad. Como alguna imagen de Escher, las escaleras se entremezclan y las plantas de los edificios se confunden mientras miles de jóvenes satisfacen sus deseos de comprar el último tomo de tal o cual manga, mientras en la librería se acumula el polvo sobre algún libro de Kenzaburo Oé. Caras de felicidad rondan por las calles saturadas de hormonas en una de las zonas más jóvenes de Tokyo. Felicidad plastificada.
Por la noche cena con unos amigos mientras te sirve una muñeca vestida de Lolita y después Karaoke. Me sorprende como sólo cantan canciones de series anime, nada más. Me siento un extraterrestre cantado “Blowing in the wind” pero al final acabamos cantando todos “Allways look on the brigth side of life”. Una pequeña victoria. Por la noche el alcohol hace que me olvide de que dormiré en un nicho, apropiada metáfora.  Mañana descendemos al segundo círculo.
Después de comer en Asakusa nos dirigimos a Shinjuku. Si en Akihabara te puedes encontrar lo que quieras siempre que tu edad mental no supere los 20 años, en Shinjuku te puedes encontrar lo que quieras a partir de esa edad. Sin duda la sensación que uno tiene cuando sale a la calle es que se trata de un paso más allá. Se agolpan desde los restaurantes más japoneses donde puedes comer el tremendamente caro y venenoso pez Fugu, o carne de ballena, hasta las calles más macabras donde los miembros de la Yakuza vigilan su territorio, las putas se arreglan las medias llenas de agujeros con los brazos llenos de cardenales y los chaperos se te acercan para ofrecerte sexo a las 2 de la tarde, mientras en el tercer piso del edificio de enfrente están rodando una peli, a todas luces, porno.
En Tokyo todo lo que quieras, aquí lo tienes ¿quieres sexo y comida exclusiva?, Shinjuku; ¿quieres disfrazarte? Pues vete a Harajuku; ¿eres joven? Pues tu lugar es Akihabara; ¿quieres turismo típico? Pues a Asakusa; ¿Que te apetece comprar y tienes pasta? Pues no se a que esperas para irte a Ginza. Lo que quieras lo tienes. Y si te apetece ser de lo mas cool cuando vuelvas a casa no te olvides de decir que has estado en el cruce más famoso, casi más famoso que el de Times Square, el cruce de Shibuya, el ultimo circulo de nuestro viaje. Aquí se acumulan las tiendas de Ginza, los bares de Shinjuku y, por supuesto el Starbucks más famoso, con las vistas más emocionantes de todo Japón, mas aun que las vistas del monte Fuji. Siéntese, tómese un café y vea como la gente cruza la calle. Verdaderamente  emocionante.
Pero sobre todo la gente
15 millones de personas se agolpan en la urbe, y eso solo la ciudad de Tokyo, pues si te pones a sumar el área metropolitana la cifra se dispara hasta los 35 millones de personas, de las cuales 22 millones usan el transporte cada día. ¿Te has mareado?
Si te has mareado te recomiendo que te des una vuelta por el Kookyo, el palacio imperial, donde vive, lógicamente, el emperador de Japón, descendiente directo de la diosa Amaterasu, cuyo tataratataranieto fue Jinmu, primer emperador de Japon en el año 660 a.c. y del cual descienden todos los emperadores japoneses. Y, claro, una dinastía tan rancia necesita un palacio acorde con la genealogía y ese es el gran palacio imperial, que fue destruido en la segunda guerra mundial y vuelto a reconstruir años mas tarde. Dentro de sus jardines uno casi se olvida de que esta dentro de esa gran urbe. La modernidad aun no ha logrado traspasar el foso de 20 metros de largo y los altos muros de piedra, pero bajo los puentes, la hierba ha sustituido a las picas de madera. Ya no hay enemigos y el emperador Heisei, Akihito ya no debe repeler rudos samuráis de sus murallas. Ahora otro tipo de samuráis, estos con traje y corbata, son los que invaden y destruyen, pero esa es otra historia.
Sin embargo Tokyo no es, ni mucho menos, la primera capital del reino. La primera capital estable fue Nara, después de muchos años de capital itinerante. Y Nara es un perfecto contraste para Tokyo. Si este es el símbolo de la modernidad, aquella lo es de lo antiguo. Dentro de sus límites se agolpan 8 lugares patrimonio de la humanidad y quizá el más espectacular de ellos sea el Toodaiji, el edificio de madera más grande del mundo dentro del cual se encuentra el gran Buda Daibutsu.
Dentro del Toodaiji hay una columna con un agujero y se dice que quien lo atraviese alcanzara la iluminación. Lamentablemente para la mayoría de los mortales eso no es posible ya que el tamaño del agujero es tan pequeño que prácticamente solo cabe un niño. Aun así la gente se empeña en pasar a su través y quizás no se dan cuenta de que hay que ser como un niño para alcanzar la iluminación.
Otra opción es ir a Tokyo, al cruce de Shibuya. Hoy la iluminación solo se entiende en términos de Megavatios.
En la segunda noche en Tokyo duermo en algo que se parece más a un hotel capsula. Por la mañana me encuentro con la hora punta en los trenes. Caras soñolientas a las 7 de la mañana, caras apretadas contra los cristales de los vagones. Mientras atravieso la ciudad en el tren bala hacia Okayama puedo ver las riadas humanas que se dirigen al trabajo, o al colegio; ríos grises desembocan en altos edificios de oficinas y ríos blancos hacen lo propio en colegios. El tren acelera y a 300 Km/h me despido de la ciudad, hasta la próxima, espero. Cuando llego mi destino 4 horas después una pareja de turistas esperan la apertura de la puerta delante de mi. Se besan y de pronto me doy cuenta de que no había visto a nadie besarse ni en la cara en las tres últimas semanas. Leo en la mochila del hombre “XXI encuentro de la sociedad española de Otorrinolar…. Y me da la risa.

jueves, 9 de septiembre de 2010

Cronicas Japonesas VI


Dice la leyenda que en tiempos inmemoriales el monte Daisen y el monte Fuji se disputaron el honor de ser la montaña más alta de Japón. Para solucionar el dilema decidieron suspender un enorme canal por los cielos desde la cima del monte Daisen hasta la cima del monte Fuji. Cuando vertieran agua esta iría hacia la montaña de menor altura. Cuando hubieron colocado el gigantesco canal vertieron el agua y durante un tiempo ésta no se decidía, pero al final se inclino hacia el monte Daisen. Pero el pobre Daisen no solo se llevó el chasco de conocer que era la segunda montaña de Japón, sino que además, cuando toda la enorme cantidad de agua que necesitaron llegó por fin a la cima arrastró rocas, piedras y arena, erosionándolo aun más y hundiéndolo más aun en la miseria.
De esta historia creo que podemos sacar al menos dos conclusiones: la primera, que en el pasado las montañas pensaban bastante más que hoy. La segunda conclusión es que detrás de toda leyenda hay un rastro de realidad y es que la realidad es que el monte Daisen es un volcán extinguido, que en invierno está cubierto de nieve y que seguramente en un pasado remoto entró en actividad mientras tenia nieve y provoco una inmensa inundación, quedando esta como base de la leyenda. Además el monte Fuji es un volcán DORMIDO, lo que significa que ahora mismo podría estar despertando y la mitad de Japón se iría a tomar viento, ceniza, lava y barro. En fin, es una idea bastante poco tranquilizadora, aunque tengo que decir que aun no he vivido ningún terremoto en el tiempo que estoy aquí, lo que no quiere decir, por cierto que hoy mismo haya uno. Como podéis ver, la vulcanología no es precisamente una ciencia puntera hoy en día
Y con esa idea en mente, las gentes de este país construyeron dos templos en las laderas del monte Daisen: un templo Shinto y uno Budista. Recordemos que en este país el Sintoísmo y el Budismo se entremezclan de una manera bastante curiosa.
El monte Daisen es ahora un parque nacional, pero también es pista de esquí, y tiene campos de golf, miradores… en fin, es uno de los sitios en los que no he encontrado turistas occidentales, y es que esta algo alejado de las rutas normales de Tokyo, Kyoto, Osaka, Nara, Kobe, etc. Pero los japoneses van en manadas de miles, y con razón, pues es un lugar excepcional en el que merece la pena quedarse un día por lo menos. 
No hay una manera efectiva, o al menos yo no la conozco, de transmitir la enorme paz a la que te expones cuando caminas por la senda empedrada que sube a los templos del monte Daisen. Uno tiene la sensación de que nada puede pasarle. Es uno de esos lugares llenos de energía, que realmente se puede sentir mientras caminas, dejada allí por los millones de personas que durante cientos de años han estado subiendo hasta los templos para pedir, rogar, rezar, clamar, agradecer, llorar, casarse, bendecir, suplicar, adorar, construir, morir…

Y cuando uno llega al primer templo, Budista, y toca la enorme campana, esta resuena brevemente pues la enorme cantidad de vida que rodea a los templos, casi una jungla, absorbe la llamada y hace que uno se sienta realmente pequeño. Después, un ascenso por un camino empedrado y algo peligroso debido a la humedad, nos lleva al templo Shinto, más arriba aun, más antiguo todavía, mas primigenio, donde una pareja está siendo sometida a un ritual que no comprendo, mientras el amable señor de la entrada nos indica que por favor esperemos 15 minutos.

En esos 15 minutos gente de todo tipo va llegando y realiza el ritual necesario: dos palmadas, una inclinación y una palmada.–La gente sube aquí para adorar al dios de la montaña– me comenta mi compañero, –pero no solo la montaña, sino también los arboles, los animales, las rocas…tienen espíritu–.  Antes de bajar me comenta que para los japoneses, el sonido de la cigarra evoca el silencio, así que en silencio descendemos la montaña mientras me invade la sensación de que todo el bosque está creciendo y puedo sentirlo, casi puedo ver como las raíces penetran bajo el camino, como los arboles crecen y las hojas buscan la luz, pero todo está en silencio y solo los cuervos y las cigarras lo rompen. Nuestros sonidos suenan apagados, mínimos, insignificantes.
Pero antes de llegar al final del camino, un pequeño sendero nos lleva, a la izquierda del principal, hacia un valle por el que el monte desagua cada primavera. Ahora solo hay un hilo de agua y muchas rocas, y podemos ver cientos de montoncitos de cantos en el lecho del rio. Cuando le pregunto, mi acompañante me dice que esos montones los han hecho padres para ayudar a sus hijos muertos a encontrar el camino.  – Este es un lugar triste–, me comenta. Parece una última suplica al dios de la montaña para ayudar a sus hijos en el otro mundo. Escriben sus nombres en papelitos que arrojan al rio para que la corriente los arrastre y estos caen por una ruidosa cascada, que en primavera se convertirá en una enorme catarata de rocas y barro, pero que ahora lo mas que lleva son los deseos de unos padres destrozados.
Mientras volvemos a la civilización hablando de lo cotidiano puedo ver, de nuevo, las nubes, blancas, elevándose inmensas en el cielo.
…Definitivamente no somos nada.

lunes, 6 de septiembre de 2010

Cronicas Japonesas V


Nunca pensé que podría ver aquellas nubes enormes, gigantescos cumulonimbos, blancos como nubes de algodón elevándose miles de metros, como los vi la primera vez en la película de Kurosawa “RAN”. Cada vez que veo esa película me fascinan esas enormes nubes blancas que enmarcan la cacería del jabalí que da comienzo a la cinta. Sin embargo, durante este fin de semana las he podido ver tres veces.
La primera durante la breve travesía en barco desde Miyajimaguchi hasta la isla de Miyajima, con su gran templo budista y la famosa Torii,  que es según dicen una de las vistas mas fotografiadas de Japón.  A parte de la visita, obligada, pues para eso fui a la isla, del templo, no pude evitar perderme por las estrechas calles del pequeño pueblo, por el que rondan los famosos “Shika”, ciervos que campan a sus anchas mientras los turistas sonrientes se hacen fotos a su lado. Me puedo hacer una idea de lo que piensan los ciervos, o quizá me hago a la idea de lo que yo pensaría si fuese uno de esos ciervos, y me da la risa.
Cuando camino por las calles de las ciudades japonesas he tomado la costumbre, (no muy recomendable en España), de irme por las calles con las cuestas mas empinadas, o las más oscuras y tortuosas,  pues al final de esos caminos suelen haber cosas interesantes. Algún día me llevare una sorpresa desagradable, pero por ahora todas las sorpresas son para bien.
Acabo de comprar una bandeja con una piña que tiene un aspecto fenomenal en una tiendecita donde una señora muy amable se sonríe al despacharme y cuando llevo unos metros andados miro a mi derecha y me encuentro con un ciervo custodiando la entrada a unas escaleras tremendamente empinadas. No me puedo resistir y, tras saludar al ciervo, casi pidiéndole permiso, me dispongo al ascenso de la primera cumbre del día. Algunas, como esta, tienen un templo en la cina; otras, sin embargo tienen un mirador en el que poder reposar.  

En uno de ellos me encuentro con un chico y mientras nos comemos la piña me comenta que es francés y que le cuesta un montón comunicarse con los japoneses, por suerte vive con una familia japonesa y ellos le facilitan la vida bastante. Nos ponemos a andar mientras conversamos y nos internamos en un bosque que sube por la ladera hasta la cumbre de la isla. A mitad de camino me despido de él. Supongo que haría buenas fotos desde la cumbre de la montaña pero mi camino iba hacia el mar, hacia la gran puerta. 
La marea esta baja, así que la puerta sobresale del fondo de la playa y sus negros cimientos de madera cuajados de bivalvos se secan al sol. Desde las montañas bajan riachuelos que pasan por debajo del templo y se dirigen hacia la puerta. Otros ríos, estos de turistas, también se dirigen hacia la puerta. La mañana es muy calurosa y hay mucha humedad, así que todo se ve ligeramente borroso, pero la puerta y el templo con su color naranja sobresalen frente a todo lo demás.  

A las 11 de la mañana decido que ha llegado el momento de regresar, y es una buena decisión ya que cuando espero al ferry de vuelta una marabunta de turistas armados con cámaras de fotos japonesas de última generación invaden como un alud el pequeño puerto de la isla. Cuando llego a Miyajimaguchi, interminables colas esperan a que un nuevo ferry los engulla, los digiera y los vomite en la isla. A tiempo, me voy a Hiroshima.
La segunda vez que veo las nubes es en el tren de Miyajimaguchi a Hiroshima. Hace un calor de mil demonios y cuando miro el mapa no me parece que este tan lejos mi destino, pero poco después me doy cuenta de que la ciudad es más grande de lo que imaginaba. De todas formas sigo andando, cruzando puentes y atravesando calles hasta que, después de lo que me ha parecido 40 días en el desierto, llego a la zona dedicada a la bomba. Por supuesto se que el tranvía me puede llevar hasta allí directamente desde la estación de tren, pero me empeño en andar llevando la contraria a mis pies doloridos.
Caminando por las calles de Hiroshima uno experimenta la extraña sensación de no estar en Japón. Al visitante acostumbrado a las típicas ciudades japonesas esta se le antojara diferente, demasiado poco de aquí. No tiene uno la sensación de que toda una ciudad, fue la zona cero hace 65 años porque cuando caminas por las grandes avenidas, cruzas los pasos de peatones o miras los altos edificios construidos en los años 60 o 70, cuando cruzas los puentes o hablas con la gente, o pides un plato de atún en un restaurante de “Maguro”; cuando haces todo eso, no piensas que caminas por la zona cero mas vergonzosa de la historia. Solo cuando llegas a la zona entre los ríos Honkawa y Motoyatsugawa, es cuando te das cuenta de que aquí ocurrió algo horrible hace no tanto tiempo
Hay una atmosfera sacra en toda la zona, desde la “cúpula de la bomba”, lo único que quedó en pie tras la detonación y que conservan apuntalado desde dentro, hasta el gran museo dedicado a los horrores de las armas atómicas. Una atmosfera que se rompe cuando ves a la típica japonesa de punta en blanco, con unos tacones estratosféricos  haciéndose una foto con la V de la victoria y sonriendo. Supongo que no se puede pretender que la gente acuda llorando a esos lugares. Lo que sí es exigible es que salgamos de allí aprendiendo algo y eso lo logran muy bien en el museo dedicado al suceso, donde se explican todos los pormenores, desde la situación de la ciudad antes de la bomba, pasando por el diseño de esta, hasta las consecuencias de la explosión.
Hiroshima es un símbolo no solo porque fue la primera vez en la historia que se usó una bomba nuclear sobre población civil; también sirve como ejemplo de cómo puede volver a empezar de cero, no solo una ciudad, sino un país entero, que quedó hundido como su flota naval y herido tan profundamente en su orgullo nacional que aun hoy se puede notar el sentimiento de derrota y resignación. No creo que lo hayan superado.
La tercera vez que las vi…lo dejare para otra ocasión.

viernes, 3 de septiembre de 2010

Cronicas Japonesas IV


No sé si más que a otra gente, pero a los españoles nos mola la cocina. Y si no que me digan a mí de que otra manera que no fuese en una clase de cocina habría conocido yo a los que probablemente son los dos únicos españoles que viven en la zona de Okayama. Ir a los bares también es una buena forma de conocer a algún español, pero los bares en Japón no son como los bares en España, la cerveza es más cara y los cafés…bueno, hay gente que a eso le llama café pero yo no; así que una clase de cocina es un lugar bastante lógico.

En la mesa de la cocina estamos tres españoles, dos chinos y la profesora de cocina que, lógicamente, es japonesa. Supongo que el resultado fue bastante bueno ya que nos lo comimos todo y además en silencio, lo que puede indicar dos cosas: o que estaba todo muy bueno o que no sabíamos que decir; en mi caso era por un poco de ambas cosas, afortunadamente para todos la profesora era una buena anfitriona y nos hizo hablar a todos.
Cuatro días después he quedado con Pablo, uno de los dos chicos españoles, para comer. Lo espero mientras acaba su clase de japonés, a eso de las 11 y media de la mañana. Cuando sale me comenta que iremos con unos compañeros de clase.
A mi derecha, un chico con apariencia de asiático o casi mas bien de indio americano, pero que cuando habla parece que te están echando un vaso de Whisky a la cara, y es que el chaval es de madre japonesa y padre escocés. Sinceramente, con mi inglés no me entero de lo que me está diciendo. Enfrente tengo a Pablo, que es de Valladolid y que se caso con una japonesa, que está a su lado y con la que tuvo una hija preciosa que ahora tiene un par de años. Al lado de la mujer de Pablo tengo a un señor de los Estados Unidos, que debe medir 1,90 por lo menos y que tiene un apretón de manos acorde con su estatura. Todos me han dicho su nombre varias veces, pero, es un problema que tengo siempre, no me acuerdo de ninguno excepto del de Pablo y porque me lo he estudiado antes de encontrarnos.  Definitivamente tengo que hacerme mirar mi problema con los nombres.
Hablando de nombres es un verdadero problema para un foráneo saber donde se está en cada momento ya que las calles de las ciudades, excepto las principales, no suelen tener nombre, ni siquiera número, y la gente se guía por los distritos y toma como referencia los códigos postales y en último termino los edificios más importantes.  Además en la puerta de las casas está escrita la dirección postal para que no quede ninguna duda.


 Lamentablemente para los aventureros no es tan fácil perderse como uno podría imaginar. Bueno, hay gente que se pierde en su propia ciudad, pero yo me refiero al viajero estándar con algo de sentido común y de la orientación. Y es que parece que te vas a Japón y te vas a la otra punta del mundo y eso ya significa que te vas a otro planeta o algo así, donde no saben escribir ni leer, ni te van a comprender y vas a estar perdido y desconsolado, pero son gente como tú y como yo y en las ciudades, como en Murcia o Madrid o la que sea, te sueles encontrar los típicos mapas de la zona, muy completitos donde te dice eso de  “usted está aquí”, o su equivalente en ideogramas, que no se entienden, pero con una flecha roja que lo aclara todo.
Si Cristóbal Colón se hubiese encontrado uno de esos al desembarcar en Guanahaní, fijaos lo que nos hubiésemos ahorrado. El buen señor desembarca y dice aquello de “tomo posesión de estas tierras en nombre de sus altezas el rey Fernando y la reina Isabel, y para que conste, nos encontramos en la isla de guananahana.., bueno en La Española…, y mirad chicos, si giramos a la derecha y luego segimos recto vamos a Cuba, ea vamos”