domingo, 26 de septiembre de 2010

Cronicas Japonesas VIII


Nuestra góndola comienza a descender el inmenso arco que conforma la noria, roja, enorme a nuestros ojos, al mismo tiempo que el sol se oculta entre los edificios, que se tornan también de un color rojizo. Miro hacia abajo y veo la telaraña de vías de tren que se unen en la estación de Osaka. Buena metáfora de la cantidad de caminos con los que me he topado en este país, a la vez que del fin de este viaje. El saxofón de John Coltrane pone la guinda a esta tarde que nunca olvidare; aquí han pensado en todo y dentro de cada góndola han puesto unos altavoces para que se pueda enchufar el iPod.
Mirando atrás me doy cuenta de lo fácil que es en este país pasar de un extremo a otro,  recorriendo la paleta de colores que conforma la cultura nipona. Con una facilidad pasmosa se puede estar un día en Nara celebrando su 1300 aniversario y, nunca mejor dicho, salir disparado con un tren bala hacia la modernidad de Tokyo. Y de la misma manera el día anterior pude experimentar el sentir religioso de una pequeña familia nipona. Mi anfitrión y su mujer me invitaron a acompañarles en su peregrinación a algunos de los muchos templos budistas que hay en la isla de Shikoku.
Me pregunto que se le pasaría por la cabeza al primer peregrino que se decidió a hacer el camino de Santiago; o al primer musulmán que se decidió a cruzar el desierto para cumplir con el precepto de viajar a La Meca. Me pregunto todo eso mientras me pregunto que puede impulsar a una persona a dedicar 50 años de su vida a recorrer las sendas marcadas por Kobo Daishi, un monje budista que allá por el siglo octavo se fue a China donde aprendió el budismo esotérico y cuando volvió a Japon, entre sus muchos logros se encuentra el ser el origen de la peregrinación por los 88 templos que conforman esta ruta que cada año recorren miles de personas. Y es que 50 son los años que un amable señor lleva recorriendo la ruta, y no duda en contárselo a todo aquel que quiera escuchar. Cada peregrino lleva consigo un libro primorosamente decorado con las imágenes de los 88 templos, al lado de las cuales se estampan los sellos correspondientes y se firma para dar fe de que has estado allí. Y este buen señor tiene las hojas de su libro absolutamente negras por la tinta de las firmas y rojas por  la de los sellos.
Desde luego para mí ya es un duro día recorrer los 700 kilómetros que son necesarios para ver simplemente los 4 templos que hemos visitado, desde Okayama hasta la parte más alejada de Shikoku. Y en este viaje te puedes dar cuenta de hasta qué punto la geografía de este país es complicada.
Salimos a las 6 de la mañana y tres horas y 46 túneles después llegamos al primero de los templos del día, el de Iwamoto. Un viaje largo y lleno de curvas, poco poético, la verdad. Esta familia hace la ruta por fines de semana y ya van por el numero 37. Al principio la ruta es bastante fácil porque los templos están tan cerca unos de otros que puedes visitar hasta 10 en un día, pero ahora estamos en la parte divertida y durante todo el día solo podemos visitar 4, claro que yendo en coche, porque por el camino nos encontramos a los peregrinos típicos, vestidos de blanco, con el sombrero estilo chino, de paja y con forma de cono, la vara, y unas campanillas que hacen sonar continuamente; y estos podrán visitar en esta parte del viaje quizá un templo cada dos días como mucho. Se me escapa por completo el significado de la vestimenta.
El proceso es bastante claro: llegas al templo y a la entrada te encuentras con una fuente en la que tienes que lavarte las manos, con la derecha te lavas la izquierda y viceversa, por último la boca escupiendo el agua después. Hay que entrar limpio en el templo. Te diriges al templo principal y recitas las plegarias y después te diriges a otra parte del templo y recitas mas plegarias. Desde luego esta descripción surge de la total ignorancia del funcionamiento de los rituales budistas  seguro que suena ridículamente simple, pero está claro que un turista no raspa mucho mas allá de la superficie de lo que ve. Pregunto a mis anfitriones el por qué de algunos detalles pero me doy cuenta que les pregunto cosas que ellos no se cuestionan normalmente porque lo hacen mecánicamente, y les cuesta explicármelo así que decido mantenerme en mi situación de turista y les evito pasar un mal trago.
A los templos no paran de entrar peregrinos, ya sea solos o en grupo y sus plegarias son silenciosas o pueden convertirse en canticos. No puedo evitar grabar a un grupo de unos 10 peregrinos entonando los versos.




En el templo de Kangoofukuji nos encontramos en la parte más meridional de la isla, y el mar rompe contra los acantilados mientras unos pescadores retan a la marea pescando en pequeñas rocas que sobresalen en el embravecido mar. Están solos contra el Pacifico, pescando todo el día y esperando al bote que, quizás a buena hora, irá a recogerlos.
Después de llegar a este templo por una carretera llena de curvas decidimos tomar otra ruta para volver, por una carretera que parece menos peligrosa. Ciertamente el GPS sabía lo que hacía cuando eligió la primera ruta porque esta segunda es una carretera de lo más peligrosa, llena de curvas que siguen la forma de la costa, un acantilado que acaba en un mar de rocas. No caben 2 coches así que en los recodos hay espejos para ver al que viene y esperar. Sin embargo aun siendo más peligrosa esta ruta resulta ser algo más corta y bastante más placentera ya que nos obsequia con unas vistas espectaculares del océano Pacifico. Hemos elegido bien y llegamos al pueblo contentos y con hambre, algo ideal para disfrutar de una comida de pescado local. Un placer.
Para dirigirnos al siguiente templo decidimos arriesgarnos con otra carretera de montaña y de nuevo acertamos. Llegamos al tercero con el tiempo suficiente de visitar un cuarto templo, que de nuevo no decepciona. Son las 5 de la tarde y no tenemos tiempo de más. Hemos recorrido buena parte del sur de la isla de Shikoku y ya toca regresar. En el viaje de vuelta no hablamos mucho, tenemos más ganas de dormir.    – Supongo que para vosotros todos los templos son iguales, pero para nosotros cada uno es diferente –, me comenta a través del retrovisor. Me sorprende el comentario y se lo digo, ya que para mi cada templo ha sido completamente diferente. Soy consciente de que no soy capaz de arañar siquiera la superficie de las costumbres, sacras o profanas, de una sociedad tan distinta, pero algo de ese detalle no se me escapa y cada vez que entro a un templo puedo notar como el ambiente es diferente, como los budas son tratados de distinta manera, como aparecen nuevas personificaciones del Buda en rincones especiales del templo. Los jardines están plagados de figuritas, las paredes pueden contener imágenes de Buda o simplemente frases esculpidas, el toque de la campana puede significar algo distinto en cada templo. La arquitectura de los templos se me antoja como un mantra en el que cada edificio está colocado de una manera por una razón, donde el agua fluye de la montaña hacia el interior para lavar la suciedad del mundo y donde los arboles, los pájaros o los insectos se convierten en parte de la arquitectura del lugar. Algunos templos logran más ese efecto integrador, otros en cambio, se acercan más a la artificialidad de la arquitectura humana; pero todos tratan de una manera u otra de integrarse con el mundo e intentan actuar de transmisores, catalizadores o amplificadores, haciendo resonar cada plegaria a través de la madera, la piedra y el bronce, de la misma manera que las catedrales son amplificadores de piedra que con su forma de cruz nos traen a la tierra la divinidad y nos hacer rogar en y hacia ella en un espacio que la representa.
Cuando se acerca la noche nos acercamos a la parte norte de la isla y nos disponemos a cruzar por segunda vez en el día el puente de Seto, el más largo del mundo, con 13 Km. La verdad es que es una serie de puentes apoyados en varias islas y en una de ellas nos paramos a descansar un rato, buena decisión ya que mirando al Oeste pudimos disfrutar de la mejor puesta de sol que nunca he visto. – Un día redondo–  me dice mi anfitrión, – 4 templos y una puesta de sol–.
Cuando salimos de la noria ya casi es de noche y comienzo a hacer balance de este gran último fin de semana. Mientras recorremos las calles de Osaka, llenas de gente, de taxis y de tiendas, las plegarias de los peregrinos aun resuenan en mi cabeza. Los sonidos de la ciudad enmudecen, y mientras me dirijo a hotel me acuerdo de aquellos pescadores que retaban al Pacifico con sus cañas de pescar, solos en la inmensidad, a merced de las olas y del viento. Supongo que esa sensación no debe ser muy diferente a estar en medio de las calles de Tokyo o de Osaka aunque quizá el mar es más benévolo que la marea humana.
Mientras despega el avión del aeropuerto de Kansai me doy cuenta de que las mejores cosas del viaje no son las que llevo en la maleta. Esas solo te las puedes llevar en la memoria

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