Arnold Schoenberg vino al mundo para caminar por la cuerda floja de un tiempo sin aparente lógica ni razón: «Personalmente tengo la sensación de haber caído en un océano de aguas hirviendo». De un lado queda el siglo XIX, agotado, marchito, esforzado por mantenerse sobre el rescoldo de unas brasas humeantes; del otro el XX, aún por inventar y, por tanto, incierta mezcla de miedo y esperanza. Visto en la distancia, el cambio de siglo resulta apasionante, pero vivirlo fue una tragedia.
No es descabellado decir que en aquel momento el mundo temblaba bajo los efectos de un terremoto de magnitud inconmensurable. Viena es una de las más profundas pues ahí el Imperio de los Habsburgo, síntesis de una idea de Europa en la que lo cotidiano y la bonhomía se perciben como leyes eternas, se resquebraja. Nietsche y Wittgenstein, Kafka y Musil, George y Rilke, Kandinski y Klee, Freud y Einstein, cada uno en su territorio, son algunos de los testigos de esa fractura del viejo mundo.
«La búsqueda del tiempo perdido hace que se pierda el camino a casa», dijo Adorno en una sentencia cargada de permanente actualidad. Schoenberg así lo sintió incluso antes de sospechar que su lápiz le estaba guiando por senderos inexplorados. Pero el autor austriaco se adentrará por ellos asumiendo como principio la continuidad con el pasado más inmediato y con el presente, sin rupturas. De un lado, tomando la tradición wagneriana que a través de la saturación cromática ha llevado a la tonalidad al límite de sus posibilidades. Del otro, tanteando la inmensidad de los medios orquestales que Mahler ha dilatado hasta extremos nunca imaginados en su afán por meter el universo en la botella de la sinfonía. También la ambigüedad de la forma que Schoenberg moldeará en la madurez a través del contrapunto pero que en principio desarrolla tomando como modelo la variación continua de Brahms, germen de una arquitectura en continuo desarrollo en la que parecen dejar de existir los muros y techumbre que delimitan el contexto.
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